Hay tres cosas que no se pueden negar. Uno, que la justicia de Ecuador es un desastre. Dos, que el pueblo ordenó su transformación mediante un Consejo políticamente controlado por el Presidente Rafael Correa. Tres, que para lograr una auténtica reforma en 18 meses se requieren medidas extraordinarias. Hasta ahí, estamos de acuerdo. Pero, ¿todo eso justifica que el Presidente Correa haya decretado un estado de excepción sobre la Función Judicial? Más allá del discurso de los políticos, ¿qué dice la Constitución?
¿Qué es un estado de excepción?
El primer paso para contestar esa pregunta es saber en qué consiste el estado de excepción. Se trata de una medida —valga la redundancia— excepcional en una democracia, que autoriza al Presidente para saltarse procedimientos y violar derechos humanos a fin de enfrentar un acontecimiento de gravedad extraordinaria. ¿Cómo qué? Pues la Constitución lo dice en su artículo 164: el estado de excepción solo cabe cuando hay “agresión, conflicto armado internacional o interno, grave conmoción interna, calamidad pública o desastre natural”. Digamos, un terremoto, una epidemia o una guerra. Para poner ejemplos concretos, hechos como la paralización del servicio policial el 30 de septiembre y las trágicas muertes por la venta de alcohol adulterado califican, respectivamente, como casos de “grave conmoción interna” y “calamidad pública” que ameritan un estado de excepción.
Entonces, si ocurren estos hechos, ¿puede el Presidente violar cualquier ley o derecho para defender al país? No. Hay una lista definida de derechos que el Presidente puede restringir, como la inviolabilidad de la correspondencia o la libertad de información, y las restricciones deben constar en el decreto de estado de excepción. (No es que emito el decreto y después restrinjo lo que se me antoje.) Además, el estado de excepción debe respetar ciertos principios, como la necesidad, proporcionalidad y razonabilidad. Es decir, debe demostrarse que no existen otras vías legales para poder afrontar este acontecimiento sin suspender el Estado de Derecho.
¿El estado de excepción a la Función Judicial fue constitucional?
Ahora sí, con la película clara, podemos saber si el estado de excepción decretado por el Presidente Correa a la Función Judicial fue o no constitucional.
Primero, ¿había un hecho que ameritaba el estado de excepción? El antecedente del decreto menciona los males, sin duda graves, que aquejan a nuestra justicia. Pero es obvio que no son hechos previstos en el artículo 164 de la Constitución. Tanto es así que el Presidente fundamenta el decreto en una conmoción interna que califica como “inminente”. Es decir, que, hoy por hoy, no existe. Luego, no había un acontecimiento real que ameritara el estado de excepción.
Segundo, ¿la medida fue indispensable? Tampoco. Si la intención era agilitar recursos, modificar horarios de trabajo o dejar de aplicar los procedimientos comunes de contratación pública, a fin de aprovechar al máximo los 18 meses de transformación judicial, pues existen vías legales ordinarias que no requerían un estado de excepción.
Tercero, ¿se violó el principio de separación de poderes? Claro que sí. No lo digo porque el artículo 1 del decreto rotule esta medida como un “Estado de Excepción a la Función Judicial”. Los títulos son lo de menos. Si el contenido del decreto se hubiera limitado, por ejemplo, a encargar a un Ministro de Estado la transferencia de recursos al Consejo de la Judicatura, pues entonces no habría interferencia en la Función Judicial. Más allá de los membretes, se trataría de una medida netamente implementada por la misma Función Ejecutiva, aunque en beneficio de la Función Judicial. Pero eso no fue lo que ocurrió. El artículo 2 del decreto del Presidente ordenó la “movilización nacional” del personal de la Función Judicial; es decir, se expidió un acto para que el Ejecutivo organice a los funcionarios judiciales. Con ello, se violó la prohibición constitucional de que otros poderes del Estado intervengan en la administración de justicia (eso se denomina principio de independencia externa de la Función Judicial).
¿Y la metida de mano?
Tal vez alguien replicará: “Bueno, todo lo que usted dice puede ser cierto, pero si el pueblo ordenó en la consulta que se ‘meta la mano’ para reformar la justicia, ¿no es lógico que el Presidente actúe en consecuencia?” Cuidado. El pueblo mandó que se conforme un Consejo de la Judicatura de transición, que, ciertamente, está políticamente controlado por el Presidente Correa, pero jamás autorizó que el Presidente emita decretos para gobernar la Función Judicial. Hay una gran diferencia.
Mi diagnóstico:
No cabe duda de que el estado de excepción a la Función Judicial es contrario a la Constitución: no existe conmoción interna, es innecesario y constituye una interferencia en la justicia. Si bien tiene un antecedente político en la consulta popular, lo cierto es que el pueblo jamás votó para que el Presidente personalmente administre a los judiciales.
Lo lamentable es que esto no es nuevo: desde hace tiempo el Ejecutivo viene abusando del estado de excepción casi por cualquier motivo. ¿No es malsano que un gobierno se acostumbre a trabajar con medidas extraordinarias que permiten violar la ley común y los derechos fundamentales, bajo el pretexto de corregir los grandes males que nos dejó, hace ya más de cuatro años, el oscuro pasado neoliberal? Sin duda, es preocupante. No solo porque la Constitución merece respeto, sino porque convertir la excepción al Estado de Derecho en regla general es un hábito peligroso para la democracia.
Lo lamentable es que esto no es nuevo: desde hace tiempo el Ejecutivo viene abusando del estado de excepción casi por cualquier motivo. ¿No es malsano que un gobierno se acostumbre a trabajar con medidas extraordinarias que permiten violar la ley común y los derechos fundamentales, bajo el pretexto de corregir los grandes males que nos dejó, hace ya más de cuatro años, el oscuro pasado neoliberal? Sin duda, es preocupante. No solo porque la Constitución merece respeto, sino porque convertir la excepción al Estado de Derecho en regla general es un hábito peligroso para la democracia.
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